La Llama Eterna

La Llama Eterna
Dedicada a los partisanos que el 6 de Abril de 1945 expulsaron al invasor fascista de Yugoslavia. En el muro se recoge la participación de las brigadas de diversos orígenes,bosniohercegovina,croatas,montenegrinas y serbias que participaron en la triunfal ofensiva. El ideal, la victoria y la muerte les unieron en el pasado. Hoy el recuerdo sigue vivo en Sarajevo, a salvo del nacionalismo intoxicador ¿Hasta cuando?

viernes, 28 de abril de 2017

LAS GUERRAS ÉTNICAS ¿SON FATALES? FALSAS LECTURAS Y VERDADERA LECCIÓN DE LA IMPLOSIÓN YUGOSLAVA de Jean-François Gossiaux,


Artículo original de Jean François Gossiaux extraído de la siguiente dirección:

el cual  cito en su totalidad por su gran relevancia y brillantez analítica. Aunque en algunos pasajes se evidencie el momento en el cual fue escrito, es más que interesante.

Los acontecimientos de Yugoslavia han dado lugar en Francia, -y supongo que asimismo en España, Italia, etc.,- a una verdadera explosión de lo que se podría llamar una «etnología espontánea», p9r analogía con la sociología espontánea, aquella que oímos desarrollar en la calle, en el bar, en los medios de comunicación. Sencillamente, aún cuando esa sociología se enuncia en principio con certeza, -se sabe de qué se habla, ya que se habla de uno mismo-, la etnología espontánea se presenta tras una cortina de modestia, siempre precedida de expresiones como: «Todo eso es muy complicado, no se entiende nada, no se puede entender nada». No obstante, cada uno expone su comentario. La primera familia de explicaciones responde a un tipo de etnología extrema, o si se prefiere, de una clase de etnología primitiva. Se sitúa dentro de la categoría de la alteridad absoluta, de la barbarie --en sentido propio-, del salvajismo. Habría una brutalidad en los Balcanes, incluso hasta una crueldad inherente a la región. Véase como prueba las matanzas en serie de la última guerra mundial, y el número, extraordinariamente elevado, de víctimas para un territorio de esa dimensión. Ocasionalmente, se cita la anécdota de la cesta de ojos de Ante Pavelic. Aunque, siendo lo más frecuente en el momento actual el insistir sobre la barbarie serbia, este tipo de recuerdo de los crímenes «ustachas» no está de moda. Las atrocidades de los años cuarenta se ponen en relación con aquellas de principios de siglo, de las guerras balcánicas y de las rebeliones anti-otomanas que las precedieron, con las correrías de las bandas armadas y la ferocidad de las represiones turcas. La explicación «teórica», que constituye también la contrapartida positiva de esta reputación sanguinaria, se encuentra en la imagen de una sociedad, o sociedades, gobernada por los valores de (1) Traducción del original francés de: Josette González. 35 honor y accesoriamente por el principio de «vendetta»; así pues, una sociedad armada y violenta, lejos de nuestra civilización pero coherente con esa misma violencia. Un segundo tipo de interpretación une a la lejanía exótica la profundidad de la historia. Digamos que es de orden etno-histórico. Es el tema más amplio y doctamente desarrollado en los medios de comunicación y, más aún, el esquema que constituye casi el objeto de un consenso general: el de la «glaciación comunista». El totalitarismo comunista, aprisionando los pueblos, les habría impedido expresar sus antagonismos seculares, y la debacle del comunismo habría liberado todos esos odios ancestrales; la historia --que no es sino, en esencia, la de las confrontaciones entre los pueblos recupera su curso desgraciadamente interrumpido. Este esquema, por otra parte, se aplica también allende Yugoslavia. Ha resurgido cada vez que un conflicto estalla en el ex-bloque comunista, en Europa, en el Cáucaso, en Asia central... Pero en el caso yugoslavo, lo específico del régimen «titoista» añade color al cuadro. Queda por explicar porque, en cuanto que son libres, esos pueblos se arrojan unos contra otros. Se vuelve a caer, pues, en el estereotipo precedente, el de la violencia intrínseca, exótica. Algunos, no obstante, van más al fondo de las cosas, más al fondo de la historia, y dentro de la más amplia perspectiva geopolítica, conectan los conflictos actuales con el gran cisma de Oriente, incluso hasta con la pugna entre Roma y Bizancio. Resaltan en efecto, que el frente actual, al menos el del conflicto inicial, es decir, el de la guerra serbo-croata, coincide con una línea de ruptura que se encuentra de manera constante desde esa época lejana, la línea de ruptura entre Occidente y Oriente. Lo que complica todo, evidentemente, es que no existe uno, sino dos Orientes, o dos versiones de Oriente, la ortodoxa y la musulmana. Pero, de todas las maneras, los grandes conceptos históricos se citan fácilmente, al lado de intuiciones etnológicas, para dar cuenta de la actualidad. Un tercer esquema, en fin se sitúa dentro de una perspectiva inversa, analizando la situación actual no como la manifestación de una permanencia histórica, sino como el producto de una configuración inédita. (Es, principalmente, el análisis de Edgar Morin). El postulado de partida es el siguiente: Al morir, el comunismo ha engendrado una entidad ideológica nueva, un tipo de transformación monstruosa que proviene de su cruce con el resurgido nacionalismo: el nacional-comunismo. En Yugoslavia, esta ideología es sostenida por una de las partes en conflicto, el poder serbio, encarnado por Slobodan Milosevic. La guerra no es más que el medio para un fin, la «purificación étnica», aquella, no es sino la aplicación de esa ideología. Una lectura semejante de los acontecimientos, que se basa en un análisis distanciado y altamente teórico (o que se quiere como tal), ha conducido paradójicamente (paradójica, pero naturalmente) a apreciaciones maniqueas y radicalmente reductoras. Un partido ha sido tachado de diabólico, según el procedimiento puesto en práctica unos años antes en la guerra del Golfo. Quien dice «diabolización» dice personificación, vocalización en una figura repulsiva, en esta ocasión la de Milosevic, e identificación de esa figura con una gran figura diabólica de la historia --evidentemente Hitler-. Los horrores de la guerra, los crímenes de guerra aparecen como la ejecución metódica de 36 un plan elaborado por una organización centralizada --el «aparato militar serbio»- . Nos deslizamos, así, uniendo un etnónimo a la barbarie instituida, hacia aquellas explicaciones del primer tipo que cité anteriormente, esas explicaciones de una alteridad fundamental, el salvajismo de los demás. Simplemente, aquí, todos aquellos que se baten no están reflejados en esa alteridad, sino solamente algunos de ellos aquellos que no son de Europa. Todas esas producciones de lo que he llamado una «etnología espontánea», más o menos entremezclada con filosofía política, con historia geopolítica, etc., no son del todo diferentes de la realidad. Pero existen suficientes ejemplos contrarios para invalidar cada una de ellas en su pretensión de expresar una verdad total. Tomemos por ejemplo esa idea de una violencia específica de los Balcanes. Efectivamente, allí los conflictos armados se han desarrollado de un modo exacerbado. Pero ¿no es en verdad lo propio de todas las guerras? Piénsese en las matanzas del Palatinado, durante la gran época de la «guerra de encajes». La segunda guerra mundial ha sido particularmente mortífera en Yugoslavia. Pero son numerosos los lugares donde una u otra de las guerras mundiales han sido especialmente mortíferas. La represión de los movimientos de liberación nacional por los Turcos ha sido extremadamente dura. Las diversas represiones en las que se han sumido las potencias coloniales, medio siglo después, ¿han sido verdaderamente más clementes? Lo que, en cambio, puede parecer verdaderamente específico, hasta el punto de dar la imagen de una extraña crueldad, son las formas de esa violencia, o más exactamente su puesta en escena. El ejemplo más sorprendente es la famosa «torre de los cráneos» de Nic. Este tipo de espectáculo macabro estaba destinado a impresionar la imaginación de las poblaciones, a aterrorizarlas, en un período de rebelión crónica. La técnica es ciertamente particular, pero no así el método. Si por lo tanto la violencia guerrera de los Balcanes no me parece, hablando con propiedad, extra-ordinaria, ¿qué realidad hay detrás de la imagen de una sociedad tradicional balcánica basada en el honor de la sangre, detrás de la imagen de una sociedad armada y entregada a la «vendetta» (representación e imagen que alimentan esa percepción deformada de los conflictos en la Península Balcánica)? Ciertas regiones, efectivamente, (en Albania, en Montenegro...) han cultivado un determinado modelo, que coincide con estructuras de linaje fuertes y una estricta« «patrilinealidad». Pero ya no existe desde hace mucho tiempo. Sí ha existido alguna vez, en la mayor parte de las regiones de Serbia, por ejemplo, donde el principio «vertical», diacrónico, del bratsvo (el clan) desaparece tras el principio «horizontal» de la zadruga (la comunidad familiar, la comunidad de los hermanos). El campesino serbio, como el campesino croata, no están armados. O, más bien, la sociedad «tradicional» serbia no es una sociedad armada (lo mismo que la sociedad tradicional croata). En cambio, existen regiones donde los campesinos serbios estuvieron institucionalmente armados (institucionalmente, es decir, por el Estado, o a instigación del Estado). Se trata de «confines militares» situados, como su nombre indica, en la frontera entre los dos imperios, y donde Viena había instalado, como defensa contra los Turcos, una población serbia de campesinos-soldados, puestos a vivir en zadruga y movilizables permanentemente. Son sus descendientes quienes constituyen lo esencial de la «minoría serbia de Croacia» (pongo las comillas en la medida que los interesados, evidentemente, recusan esa apelación) concentrada en la famosa Krajina. Otra forma, más contemporánea, de dotación institucional de armamento de la sociedad -y en esta ocasión de toda la sociedad yugoslava- ha sido, en la Yugoslavia socialista, lo que se ha llamado el sistema de defensa popular generalizada, basado en una concepción de la defensa mediante la guerrilla. No es necesario ser experto en cuestiones militares para relacionar este sistema y las formas empleadas en la guerra civil actual. Pero que, repito, si existe una cierta tradición -sería mejor decir: una cierta costumbre de sociedad armada en el territorio yugoslavo, ello se debe a la voluntad del Estado. o de los diferentes Estados, dentro de circunstancias históricas determinadas y en función de consideraciones precisas de política internacional. No se trata, salvo algunos casos que son la excepción, de una tradición inscrita en estructuras sociales, dentro de una cultura. No hay un atavismo balcánico de la violencia. Examinemos ahora el segundo tipo de explicación «automática» de los conflictos yugoslavos --complementario del anterior- el esquema de los antagonismos seculares liberados por la debacle comunista. Es evidente que todos los conflictos llamados «nacionales» o «étnicos» que se desencadenan en diversos lugares del antiguo mundo comunista son la consecuencia inmediata de esa debacle y del derrumbamiento de las estructuras de poder. ¿Son, por lo tanto, la «reanudación» de confrontaciones permanentes que simplemente había estado congeladas durante ese período -para respetar la metáfora-? Puede ser cierto acá y acullá. En el caso preciso de Yugoslavia, hay que tener en cuenta lo específico del régimen de Tito. La federación yugoslava no fue una prisión de pueblos. La constitución de 1974 aplicó al extremo la lógica descentralizadora. Se puede sostener también, al revés del esquema clásico, que esta constitución establecida por un poder comunista, la que aprueba, si no las crea enteramente, las separaciones entre pueblos y entre repúblicas. En cualquier caso, esa fecha, muy anterior al «fin del comunismo». marca el principio de un proceso de desintegración de Yugoslavia, bajo la acción de fuerzas centrífugas cada vez menos contenidas. Por otra parte, es necesario precisar que incluso antes de 197 4 la Yugoslavia socialista era infinitamente más respetuosa con las identidades nacionales que el reinado que la había precedido (véase el caso de Macedonia). La antigua Yugoslavia, la que nació inmediatamente después de la primera guerra mundial, ¿era por su parte una «prisión de pueblos», una creación artificial de las cancillerías europeas, una anomalía donde las declaraciones de independencia de 1991-1992 habrían constituido una liquidación tardía? El hecho es que después de un período en donde el reconocimiento de los pueblos, o por lo menos algunos de entre ellos, estaba inscrito en el nombre mismo del país (Reino de los Serbios, de los Croatas y los Eslovenos), el reino yugoslavo de los años treinta fue un Estado unitario, centralizado y dictatorial, por lo demás perturbado por la agitación crónica de separatistas croatas. Pero la Yugoslavia nacida de las convulsiones de la primera guerra mundial era el resultado de un movimiento de larga duración sostenido tanto por Croatas como por Serbios. El yugoslavismo fue la forma que tomó en la región el nacionalismo del siglo diecinueve. El reino serbio al arrancar su independencia al imperio otomano sirvió de modelo y de referencia, pero la base intelectual de la identidad sud-eslava fue elaborada en el interior del imperio austro-húngaro, principalmente en Voivodina y en Croacia (bajo el nombre de ilirismo ). Es necesario resaltar, por otra parte, que antes de la segunda guerra mundial jamás ningún conflicto frontal había enfrentado los pueblos croata y serbio, a los cuales además, ya no había pertenecido ningún Estado desde el siglo XI y el XIV respectivamente. Los Croatas no eran los campeones del Occidente germánico como tampoco los Serbios eran los campeones del Oriente otomano. Al contrario, los defensores más sobresalientes del Imperio austro-húngaro, como he dicho, eran serbios. Los militares serbios ejercían además su talento por todos los confines de Europa. Los batallones croatas al servicio de Luis XIV, aquellos que han legado al mundo la «corbata», estaban, de hecho, compuestos por Serbios. No se puede pues citar a Serbia y Croacia en términos de enemigos hereditarios, con el mismo título, por ejemplo, que Francia y Alemania (o Francia e Inglaterra).


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